Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos el ciclo de catequesis que se desarrollará durante todo el Año Jubilar. El tema es «Jesucristo nuestra esperanza»: Él es, en efecto, la meta de nuestra peregrinación, y Él mismo es el camino, la senda a seguir.
La primera parte tratará de la infancia de Jesús, que nos narran los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 1-2; Lc 1-2). Los Evangelios de la infancia relatan la concepción virginal de Jesús y su nacimiento del vientre de María; recuerdan las profecías mesiánicas cumplidas en Él y hablan de la paternidad legal de José, que injertó al Hijo de Dios en el «tronco» de la dinastía davídica. Se nos presenta a un Jesús recién nacido, niño y adolescente, sumiso a sus padres y, al mismo tiempo, consciente de que está totalmente entregado al Padre y a su Reino. La diferencia entre los dos evangelistas es que mientras Lucas relata los acontecimientos a través de los ojos de María, Mateo lo hace a través de los de José, insistiendo en una paternidad tan inédita.
Mateo abre su Evangelio y todo el canon del Nuevo Testamento con la «genealogía de Jesucristo hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). Se trata de una lista de nombres ya presentes en las Escrituras hebreas, para mostrar la verdad de la historia y la verdad de la vida humana. De hecho, «la genealogía del Señor es la verdadera historia, en la que están presentes algunos nombres, por así decir, problemáticos, y se subraya el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16)» (Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21 de noviembre de 2024). Aparece, pues, la verdad de la vida humana que pasa de una generación a otra entregando tres cosas: un nombre que encierra una identidad y una misión únicas; la pertenencia a una familia y a un pueblo; y finalmente la adhesión de fe al Dios de Israel.
La genealogía es un género literario, es decir, una forma adecuada a transmitir un mensaje muy importante: nadie se da la vida a sí mismo, sino que la recibe como don de otros; en este caso, se trata del pueblo elegido, y de los que heredan el depósito de la fe de sus padres: al transmitir la vida a sus hijos, les transmiten también la fe en Dios.
Pero a diferencia de las genealogías del Antiguo Testamento, en las que sólo aparecen nombres masculinos, porque en Israel es el padre quien impone el nombre a su hijo, en la lista de Mateo de los antepasados de Jesús también aparecen mujeres. Encontramos a cinco de ellas: Tamar, la nuera de Judá que, al quedarse viuda, se hace pasar por prostituta para asegurar una descendencia a su marido (cf. Gn 38); Racab, la prostituta de Jericó que permite a los exploradores judíos entrar en la tierra prometida y conquistarla (cf. Stg 2); Rut, la moabita que, en el libro homónimo, permanece fiel a su suegra, cuida de ella y se convertirá en bisabuela del rey David; Betsabé, con la que David comete adulterio y, tras hacer matar a su marido, engendra a Salomón (cf. 2 Sam 11); y, por último, María de Nazaret, esposa de José, de la casa de David: de ella nace el Mesías, Jesús.
Las cuatro primeras mujeres están unidas no por el hecho de ser pecadoras, como a veces se dice, sino por el hecho de ser extranjeras para el pueblo de Israel. Lo que Mateo destaca es que, como ha escrito Benedicto XVI, «a través de ellas... el mundo de los gentiles entra en la genealogía de Jesús: se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos» (La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 15).
Mientras las cuatro mujeres anteriores se mencionan junto al hombre que nació de ellas o al que lo generó, María, al contrario, adquiere un particular relieve: marca un nuevo comienzo, ella misma es un nuevo comienzo, porque en su historia ya no es la criatura humana la protagonista de la generación, sino Dios mismo. Esto se desprende claramente del verbo «nació»: «Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Jesús es hijo de David, injertado por José en esa dinastía y destinado a ser el Mesías de Israel, pero también es hijo de Abraham y de mujeres extranjeras, destinado por tanto a ser la «Luz para iluminar las naciones paganas» (cf. Lc 2,32) y el «Salvador del mundo» (Jn 4,42).
El Hijo de Dios, consagrado al Padre con la misión de revelar su Rostro (cf. Jn 1,18; Jn 14,9), entra en el mundo como todos los hijos del ser humano, hasta el punto de que en Nazaret se le llamará «hijo de José» (Jn 6,42) o «hijo del carpintero» (Mt 13,55). Verdadero Dios y verdadero hombre.
Hermanos y hermanas, despertemos en nosotros el recuerdo agradecido hacia nuestros antepasados. Y, sobre todo, demos gracias a Dios, que, a través de la Madre Iglesia, nos ha generado a la vida eterna, la vida de Jesús, nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera dedicar ésta y la próxima catequesis a los niños y reflexionar sobre la plaga del trabajo infantil.
Hoy podemos mirar hacia Marte o hacia los mundos virtuales, pero nos cuesta mirar a los ojos de un niño marginado, explotado y maltratado. El siglo que genera inteligencia artificial y diseña existencias multiplanetarias aún no ha asumido la lacra de la infancia humillada, explotada y herida de muerte. Reflexionemos sobre ello.
En primer lugar, preguntémonos: ¿qué mensaje nos da la Sagrada Escritura sobre los niños? Es curioso constatar que la palabra que más se repite en el Antiguo Testamento, después del nombre divino de Yahvé, es la palabra ben, es decir, «hijo»: casi cinco mil veces. «He aquí que la heredad del Señor son los hijos (ben); su recompensa es el fruto del vientre» (Sal 127,3). Los hijos son un don de Dios. Por desgracia, este don no siempre se trata con respeto. La propia Biblia nos lleva a las calles de la historia donde resuenan cantos de alegría, pero también se elevan los gritos de las víctimas. Por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones leemos: «La lengua del lactante se pegaba a su paladar a causa de la sed; los niños pedían pan y no había quien se lo partiera» (4,4); y el profeta Naum, recordando lo que había sucedido en las antiguas ciudades de Tebas y Nínive, escribe: «Los niños eran aplastados en las encrucijadas de todos los caminos» (3,10). Pensemos en cuántos niños mueren hoy de hambre y penuria, o destrozados por las bombas.
Incluso sobre Jesús recién nacido estalla de inmediato la tormenta de la violencia de Herodes, que masacra a los niños de Belén. Un drama oscuro que se repite de otras formas en la historia. Y aquí, para Jesús y sus padres, está la pesadilla de convertirse en refugiados en un país extranjero, como sucede también hoy a tantas personas (cf. Mt 2,13-18), a tantos niños. Después de la tempestad, Jesús crece en un pueblo nunca mencionado en el Antiguo Testamento, Nazaret; aprende el oficio de carpintero de su padre legal, José (cf. Mc 6,3; Mt 13,55). Así, «el niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios caía sobre él» (Lc 2,40).
En su vida pública, Jesús iba predicando por los pueblos junto con sus discípulos. Un día se le acercaron unas madres y le presentaron a sus bebés para que los bendijera; pero los discípulos las reprendieron. Entonces Jesús, rompiendo con la tradición que consideraba al niño sólo como un objeto pasivo, llama a los discípulos y les dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como ellos es el Reino de Dios». Y así señala a los pequeños como modelo para los adultos. Y añade solemnemente: «En verdad os digo que el que no reciba el Reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él» (Lc 18,16-17).
En un pasaje similar, Jesús llama a un niño, lo pone en medio de los discípulos y les dice: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3). Y luego advierte: «A cualquiera que ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).
Hermanos y hermanas, los discípulos de Jesucristo nunca deben permitir que se descuide o maltrate a los niños, que se les prive de sus derechos, que no se les quiera ni se les proteja. Los cristianos tienen el deber de prevenir seriamente y condenar con firmeza la violencia o los abusos contra los niños.
También hoy, en particular, demasiados niños son obligados a trabajar. Pero un niño que no sonríe, un niño que no sueña, no podrá conocer ni hacer florecer sus talentos. En todas partes de la tierra hay niños explotados por una economía que no respeta la vida; una economía que, al hacerlo, quema nuestra mayor reserva de esperanza y de amor. Pero los niños ocupan un lugar especial en el corazón de Dios, y quien hace daño a un niño tendrá que rendirle cuentas.
Queridos hermanos y hermanas, quienes se reconocen hijos de Dios, y especialmente quienes son enviados a llevar a los demás la buena noticia del Evangelio, no pueden permanecer indiferentes; no pueden aceptar que a hermanas y hermanos pequeños, en lugar de amarlos y protegerlos, se les robe su infancia, sus sueños, víctimas de la explotación y la marginación.
Pidamos al Señor que abra nuestras mentes y nuestros corazones al cuidado y a la ternura, y que cada niño y cada niña crezca en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc 2, 52), recibiendo y dando amor. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la audiencia precedente hablamos de los niños, y hoy también vamos a hablar de los niños. La semana pasada nos detuvimos en cómo, en su misión, Jesús habló repetidamente de la importancia de proteger, acoger y amar a los más pequeños.
Sin embargo, aún hoy, en el mundo, cientos de millones de menores se ven obligados a trabajar, a pesar de no tener la edad mínima para someterse a las obligaciones de la edad adulta, y muchos de ellos están expuestos a trabajos especialmente peligrosos. Por no hablar de los niños y niñas que son esclavos de la trata para la prostitución o la pornografía, y de los matrimonios forzados. Y esto es algo amargo. En nuestras sociedades, lamentablemente, los niños sufren numerosas formas de abusos y malos tratos. El maltrato infantil, sea cual sea su naturaleza, es un acto despreciable, es un acto atroz. ¡No es simplemente una lacra de la sociedad, no, es un crimen! Es una gravísima violación de los mandamientos de Dios. Ningún niño debería sufrir abusos. Un solo caso ya es demasiado. Es necesario, por tanto, despertar nuestras conciencias, practicar la cercanía y la solidaridad concreta con los niños y jóvenes abusados y, al mismo tiempo, crear confianza y sinergias entre quienes se comprometen a ofrecerles oportunidades y lugares seguros en los que crecer serenos. Conozco un país de América Latina donde crece una fruta especial, muy especial, llamada arándano. Para cosechar el arándano se necesitan manos tiernas, y obligan a los niños a hacerlo, los esclavizan desde pequeños para que hagan la recolección.
Las pobrezas difusas, la escasez de herramientas sociales de apoyo a las familias, la marginalidad que ha aumentado en los últimos años junto con el desempleo y la precariedad laboral son factores que cargan sobre los más pequeños el precio más alto a pagar. En las metrópolis, donde «muerden» la disparidad social y la degradación moral, hay niños empleados en el tráfico de drogas y en las más diversas actividades ilícitas. ¡Cuántos de estos niños hemos visto caer como víctimas sacrificiales! A veces, trágicamente, son inducidos a convertirse en «verdugos» de otros compañeros de su misma edad, además a dañarse a sí mismos, su dignidad y su humanidad. Y, sin embargo, cuando en la calle, en el barrio de la parroquia, estas vidas perdidas se ofrecen a nuestra mirada, a menudo volvemos la cabeza hacia otro lado.
Hay un caso en mi país: un niño llamado Loan fue secuestrado y se desconoce su paradero. Y una de las hipótesis es que lo enviaron para extraerle órganos, para hacer trasplantes. Y esto se hace. Ustedes ya lo saben. ¡Esto se hace! Algunos vuelven con una cicatriz, otros mueren. Por eso me gustaría recordar hoy a este pequeño, Loan.
Nos cuesta reconocer la injusticia social que lleva a dos niños, que quizá viven en el mismo barrio o bloque de apartamentos, a tomar caminos y destinos diametralmente opuestos porque uno de ellos nació en una familia desfavorecida. Una fractura humana y social inaceptable: entre los que pueden soñar y los que deben sucumbir. Pero Jesús nos quiere a todos libres y felices; y si ama a cada hombre y a cada mujer como a su hijo y a su hija, ama a los más pequeños con toda la ternura de su corazón. Por eso nos pide que nos detengamos a escuchar el sufrimiento de los que no tienen voz, de los que no tienen educación. Luchar contra la explotación, especialmente la infantil, es la manera principal de construir un futuro mejor para toda la sociedad. Algunos países han tenido la sabiduría de escribir los derechos de los niños. Los niños tienen derechos. Busquen ustedes mismos en Internet cuáles son los derechos del niño.
Entonces podremos preguntarnos: ¿qué puedo hacer yo? En primer lugar, deberíamos reconocer que, si queremos erradicar el trabajo infantil, no podemos ser sus cómplices. ¿Y cuándo lo somos? Por ejemplo, cuando compramos productos que emplean mano de obra infantil. ¿Cómo puedo comer y vestirme sabiendo que detrás de esa comida o de esa ropa hay niños explotados, que trabajan en vez de ir a la escuela? Tomar conciencia de lo que compramos es un primer acto para no ser cómplices. Ver de dónde proceden esos productos. Algunos dirán que, como individuos, no podemos hacer mucho. Es cierto, pero cada uno puede ser una gota que, unida a muchas otras gotas, puede convertirse en un mar. Sin embargo, también hay que recordar a las instituciones, incluidas las eclesiásticas, y a las empresas su responsabilidad: pueden marcar la diferencia dirigiendo sus inversiones a empresas que no utilicen ni permitan el trabajo infantil. Muchos Estados y organizaciones internacionales ya han promulgado leyes y directivas contra el trabajo infantil, pero se puede hacer más. También insto a los periodistas – aquí hay algunos periodistas - a que cumplan con su parte: pueden contribuir a concienciar sobre el problema y ayudar a encontrar soluciones. No tengan miedo, denuncien estas cosas.
Y doy las gracias a todos aquellos que no miran hacia otro lado cuando ven a niños obligados a convertirse en adultos demasiado pronto. Recordemos siempre las palabras de Jesús: «Todo lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40).
Santa Teresa de Calcuta, alegre trabajadora en la viña del Señor, fue madre de los niños más desfavorecidos y olvidados. Con la ternura y el cuidado de su mirada, ella puede acompañarnos a ver a los pequeños invisibles, los demasiados esclavos de un mundo que no podemos abandonar a sus injusticias. Porque la felicidad de los más débiles construye la paz de todos. Y con Madre Teresa damos voz a los niños:
«Pido un lugar seguro
donde pueda jugar.
Pido una sonrisa
de quien sabe amar.
Pido el derecho a ser un niño,
a ser esperanza
de un mundo mejor.
Pido poder crecer
como persona.
¿Puedo contar contigo?» (Santa Teresa de Calcuta)
Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy retomamos la catequesis del ciclo jubilar sobre Jesucristo nuestra esperanza.
Al comienzo de su Evangelio, Lucas muestra los efectos de la potencia transformadora de la Palabra de Dios que llega no sólo a los atrios del Templo, sino también a la pobre casa de una joven, María, que, comprometida con José, todavía vive con su propia familia.
Después de Jerusalén, el mensajero de los grandes anuncios divinos, Gabriel, que en su nombre celebra el poder de Dios, es enviado a una aldea que la Biblia hebrea nunca menciona: Nazaret. En aquella época era una pequeña aldea de Galilea, en la periferia de Israel, una zona de frontera con los paganos y sus contaminaciones.
Precisamente allí, el ángel lleva un mensaje de forma y contenido totalmente inauditos, tanto que el corazón de María se estremece, se turba. En lugar del clásico saludo “la paz sea contigo”, Gabriel se dirige a la Virgen con la invitación “¡alégrate!”, “¡regocíjate!”, un llamamiento muy querido en la historia sagrada, porque los profetas lo utilizan cuando anuncian la venida del Mesías (cfr. Sof 3,14; Gl 2,21-23; Zc 9,9). Es la invitación a la alegría que Dios dirige a su pueblo cuando termina el exilio y el Señor hace sentir su presencia viva y operante.
Además, Dios llama a María con un nombre de amor desconocido en la historia bíblica: kecharitoméne, que significa «llena de la gracia divina». María es llena de la gracia divina. Este nombre dice que el amor de Dios ha habitado desde hace tiempo y sigue habitando en el corazón de María. Dice que ella está 'llena de gracia' y, sobre todo, que la gracia de Dios ha realizado en ella un “cincelado” interior, convirtiéndola en su obra maestra: llena de gracia.
Este cariñoso sobrenombre, que Dios da sólo a María, va acompañado inmediatamente de una tranquilización: «¡No temas!», «¡No temas!» la presencia del Señor siempre nos da esta gracia de no temer y así lo dice a María: «¡No temas!». «No temas», dice Dios a Abraham, a Isaac, a Moisés, en la historia: «¡No temas!». (cf. Gn 15,1; 26,24; Dt 31,8). Y nos lo dice también a nosotros: «¡No temas, sigue adelante, no temas!». «Padre, tengo miedo de esto»; «¿Y qué haces tú cuando…?»; “Perdone, padre, le digo la verdad: voy a la adivina…»; «¿Vas a la adivina?”; “Sí, a que me lea la mano…». Por favor, ¡no tengan miedo! ¡No teman! ¡No teman! Esto es hermoso. «Soy tu compañero de viaje»: esto le dice Dios a María. El «Todopoderoso», el Dios de lo «imposible» (Lc 1,37) está con María, está con ella y junto a ella, es su compañero, su principal aliado, el eterno «Yo-contigo» (cf. Gn 28,15; Ex 3,12; Jdg 6,12).
Luego, Gabriel anuncia a la Virgen su misión, haciendo resonar en su corazón numerosos pasajes bíblicos que hacen referencia a la realeza y mesiazgo del Niño que va a nacer de ella y que será presentado como cumplimiento de las antiguas profecías. La Palabra que viene de lo Alto llama a María a ser la madre del Mesías, el tan esperado Mesías davídico. Es la madre del Mesías. Él será rey, no a la manera humana y carnal, sino a la manera divina, espiritual. Su nombre será «Jesús», que significa «Dios salva» (cf. Lc 1,31; Mt 1,21); recuerda así a todos y para siempre que no es el hombre quien salva, sino sólo Dios. Jesús es Aquel que cumple estas palabras del profeta Isaías: «No un enviado ni un ángel, sino Él mismo los salvó; con amor y compasión (Is 63,9).
Esta maternidad estremece a María profundamente. Y como mujer inteligente que es, es decir, capaz de leer dentro de los acontecimientos (cf. Lc 2,19.51), busca comprender, discernir lo que está sucediendo. María no busca fuera, sino dentro, porque, como enseña san Agustín, «in interiore homine habitat veritas» (De vera religione 39,72). Y allí, en lo más profundo de su corazón abierto, sensible, escucha la invitación a confiar en Dios, que ha preparado para ella un «Pentecostés» especial. Como al principio de la Creación (cf. Gn 1,2), Dios quiere «empollar» a María con su Espíritu, un poder capaz de abrir lo cerrado sin violarlo, sin menoscabar la libertad humana; quiere envolverla en la «nube» de su presencia (cf. 1Cor 10,1-2) para que el Hijo viva en ella y ella en Él.
Y María se enciende de confianza: es «una lámpara con muchas luces», como dice Teófanes en su Canon de la Anunciación. Se abandona, obedece, hace espacio: es «una cámara nupcial hecha por Dios» (ibid.). María acoge al Verbo en su propia carne y se lanza así a la mayor misión jamás confiada a una mujer, a una criatura humana. Se pone al servicio: es llena de todo, no como esclava, sino como colaboradora de Dios Padre, llena de dignidad y autoridad para administrar, como hará en Caná, los dones del tesoro divino, para que muchos puedan sacar de él abundantemente.
Hermanas, hermanos, aprendamos de María, Madre del Salvador y Madre nuestra, a dejarnos abrir los oídos a la Palabra divina y a acogerla y custodiarla, para que transforme nuestros corazones en tabernáculos de su presencia, en hogares acogedores donde pueda crecer la esperanza.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy seguiremos contemplando a Jesús en el misterio de sus orígenes, narrado por los Evangelios de la infancia.
Mientras que Lucas nos lo muestra desde la perspectiva de la madre, la Virgen María, Mateo, en cambio, se sitúa en la perspectiva de José, el hombre que asume la paternidad legal de Jesús, injertándolo en el tronco de Jesé y vinculándolo a la promesa hecha a David.
Jesús, en efecto, es la esperanza de Israel que se cumple: es el descendiente prometido a David (cf.2 Sam 7,12; 1Cr 17,11), que hace que su casa sea «bendita para siempre» (2 Sam 7,29); es el brote que nace del tronco de Jesé (cf. Is 11,1), el «vástago legítimo» destinado a reinar como verdadero rey, que sabe ejercer el derecho y la justicia (cf. Jr 23,5; 33,15).
José entra en escena en el Evangelio de Mateo como novio de María. Para los judíos, el compromiso era un verdadero vínculo jurídico, que preparaba para lo que sucedería un año más tarde, es decir, la celebración del matrimonio. Era entonces cuando la mujer pasaba de la custodia de su padre a la de su esposo, mudándose a su casa y haciéndose disponible para el don de la maternidad.
Fue precisamente durante este tiempo cuando José descubrió el embarazo de María, y su amor se vio sometido a una dura prueba. Ante tal situación, que habría llevado a la ruptura del compromiso, la Ley sugería dos posibles soluciones: o bien un acto jurídico público, como citar a la mujer ante el tribunal, o bien una acción privada, como entregar a la mujer una carta de repudio.
Mateo define a José como un hombre «justo» (zaddiq), un hombre que vive según la Ley del Señor, que se inspira en ella en todas las ocasiones de su vida. Por tanto, siguiendo la Palabra de Dios, José actúa ponderadamente: no se deja vencer por sentimientos instintivos ni teme llevarse a María con él, sino que prefiere dejarse guiar por la sabiduría divina. Opta por separarse de María sin clamores, es decir, en privado (cf. Mt 1,19). Y esta sabiduría de José le permite no equivocarse y hacerse abierto y dócil a la voz del Señor.
De este modo, José de Nazaret nos recuerda a otro José, hijo de Jacob, apodado «señor de los sueños» (cf. Gn 37,19), tan amado por su padre y tan odiado por sus hermanos, a quien Dios elevó sentándolo en la corte del faraón.
Ahora bien, ¿qué sueña José de Nazaret? Sueña con el milagro que Dios realiza en la vida de María, y también con el milagro que realiza en su propia vida: asumir una paternidad capaz de custodiar, proteger y transmitir una herencia material y espiritual. El vientre de su esposa está grávido de la promesa de Dios, una promesa que lleva un nombre con el que se da a todos la certeza de la salvación (cf. Hch 4,12).
Durante su sueño, José oye estas palabras: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Ante esta revelación, José no pide más pruebas, se fía. José confía en Dios, acepta el sueño de Dios sobre su vida y la de su prometida. Así entra en la gracia de quien sabe vivir la promesa divina con fe, esperanza y amor.
José, en todo esto, no profiere palabra alguna, sino que cree, espera y ama. No habla con «palabras al viento», sino con hechos concretos. Él pertenece a la estirpe de los que, según el apóstol Santiago, «ponen en práctica la Palabra» (cf. Stg 1,22), traduciéndola en hechos, en carne, en vida. José confía en Dios y obedece: «Su vigilancia interior por Dios... se convierte espontáneamente en obediencia» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 57).
Hermanas, hermanos, pidamos también al Señor la gracia de escuchar más de lo que hablamos, la gracia de soñar los sueños de Dios y de acoger responsablemente a Cristo que, desde el momento de nuestro bautismo, vive y crece en nuestras vidas. ¡Gracias!
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy contemplamos la belleza de Jesucristo, nuestra esperanza, en el misterio de la Visitación. La Virgen María visita a santa Isabel; pero es sobre todo Jesús, en el vientre de la madre, quien visita a su pueblo (cfr Lc 1,68), como dice Zacarías en su himno de alabanza.
Después de su asombro y admiración ante lo que le anuncia el Ángel, María se levanta y se pone en camino, como todos los que han sido llamados en la Biblia, porque «el único acto con el que el ser humano puede corresponder al Dios que se revela es el de la disponibilidad ilimitada» (H.U. von Balthasar, Vocazione, Roma 2002, 29). Esta joven hija de Israel no elige protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los otros, sino que sale al encuentro de los demás.
Cuando una persona se siente amada, experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice el apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos posee» (2Cor 5,14), nos impulsa, nos mueve. María siente el impulso del amor y acude a ayudar a una mujer que es pariente suya, pero que es también una anciana que, tras una larga espera, acoge un embarazo inesperado, difícil de afrontar a su edad. La Virgen va a casa de Isabel también para compartir su fe en el Dios de lo imposible, y la esperanza en el cumplimiento de sus promesas.
El encuentro entre las dos mujeres produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su vientre, y suscita en ella una doble bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y también una bienaventuranza: «¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!» (v. 45).
Ante el reconocimiento de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma, sino de Dios, y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un canto que resuena cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat (Lc 1,46-55).
Esta alabanza al Dios Salvador, que brota del corazón de su humilde sierva, es un solemne memorial que sintetiza y cumple la oración de Israel. Está entretejida de resonancias bíblicas, signo de que María no quiere cantar “fuera del coro”, sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará «bienaventurados» (cfr Mt 5,1-12).
La presencia masiva del motivo pascual hace también del Magnificat un canto de redención, que tiene como trasfondo la memoria de la liberación de Israel de Egipto. Los verbos están todos en pasado, impregnados de una memoria de amor que enciende de fe el presente e ilumina de esperanza el futuro: María canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su vientre el futuro.
La primera parte de este cantico alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios que se adhiere plenamente a la alianza (vv. 46-50); la segunda recorre la obra del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa.
Dios, que se inclinó sobre la pequeña María para hacer en ella «grandes cosas» y convertirla en la madre del Señor, comenzó a salvar a su pueblo a partir del éxodo, acordándose de la bendición universal que prometió a Abraham (cf. Gn 12,1-3). El Señor, Dios fiel para siempre, ha derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus pecados. Desde Abraham hasta Jesucristo, y hasta la comunidad de los creyentes, la Pascua aparece, así, como la categoría hermenéutica para comprender toda liberación posterior, hasta llegar a la realizada por el Mesías en la plenitud de los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas; y que nos ayude a acoger en nuestras vidas la presencia de María. Poniéndonos en su escuela, que todos descubramos que toda alma que cree y espera «concibe y engendra al Verbo de Dios» (San Ambrosio, Exposición del Evangelio según San Lucas 2, 26).
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En nuestro camino jubilar de catequesis sobre Jesús, que es nuestra esperanza, hoy nos detenemos en el acontecimiento de su nacimiento en Belén.
El Hijo de Dios entra en la historia convirtiéndose en nuestro compañero de viaje, y comienza a viajar cuando aún está en el vientre de su madre. El evangelista Lucas nos cuenta que, apenas concebido, fue desde Nazaret hasta la casa de Zacarías e Isabel; y luego, al final del embarazo, de Nazaret a Belén para el censo. María y José se vieron obligados a ir a la ciudad del rey David, donde también había nacido José. El Mesías tan esperado, el Hijo del Dios Altísimo, se deja censar, es decir, contar y registrar, como cualquier otro ciudadano. Se somete al decreto de un emperador, César Augusto, que se cree el amo de toda la tierra.
Lucas sitúa el nacimiento de Jesús en «un tiempo que se puede determinar con precisión» y en «un entorno geográfico indicado con exactitud», de modo que «lo universal y lo concreto se tocan recíprocamente» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, 2012, 77). Dios, que entra en la historia, no desestabiliza las estructuras del mundo, sino que quiere iluminarlas y recrearlas desde dentro.
Belén significa «casa del pan». Allí se cumplieron para María los días del parto y allí nació Jesús, Pan bajado del cielo para saciar el hambre del mundo (cf. Jn 6,51). El ángel Gabriel había anunciado el nacimiento del Rey mesiánico con el signo de la grandeza: «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33).
Sin embargo, Jesús nace de una forma totalmente inédita para un rey. De hecho, «mientras estaban en aquel lugar, se le cumplieron los días del parto. Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en el albergue» (Lc 2,6-7). El Hijo de Dios no nace en un palacio real, sino en la parte trasera de una casa, en el espacio donde están los animales.
Lucas nos muestra así que Dios no viene al mundo con sonoras proclamas, no se manifiesta con clamor, sino que comienza su viaje en la humildad. ¿Y quiénes son los primeros testigos de este acontecimiento? Son unos pastores: hombres con poca cultura, malolientes por el contacto constante con los animales, que viven al margen de la sociedad. Sin embargo, ejercen el oficio por el que Dios mismo se da a conocer a su pueblo (cf. Gn 48,15; 49,24; Sal 23,1; 80,2; Is 40,11). Dios los elige para que sean los destinatarios de la noticia más maravillosa que jamás haya resonado en la historia: «No teman: porque les anuncio una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
El lugar al que acudir para conocer al Mesías es un pesebre. Sucede, en efecto, que, después de tanta espera, «para el Salvador del mundo, para Aquel en vista del cual todo fue creado (cf. Col 1,16), no hay sitio» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, 2012, 80). Los pastores se enteran así de que, en un lugar muy humilde, reservado a los animales, nace para ellos el Mesías tan esperado, para ser su Salvador, su Pastor. Esta noticia abre sus corazones al asombro, a la alabanza y a la proclamación gozosa. "A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la Encarnación» (Carta ap. Admirabile signum, 5).
Hermanos y hermanas, pidamos también nosotros la gracia de ser, como los pastores, capaces de asombro y alabanza ante Dios, y capaces de custodiar lo que Él nos ha confiado: nuestros talentos, nuestros carismas, nuestra vocación y las personas que Él pone a nuestro lado. Pidamos al Señor saber discernir en la debilidad la fuerza extraordinaria del Niño Dios, que viene para renovar el mundo y transformar nuestras vidas con su proyecto lleno de esperanza para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas:
En los Evangelios de la infancia de Jesús hay un episodio que es propio de la narración de Mateo: la visita de los Magos. Atraídos por la aparición de una estrella, que en muchas culturas es presagio del nacimiento de personas excepcionales, algunos sabios se ponen en camino desde Oriente, sin saber exactamente la meta de su viaje. Se trata de los Magos, personas que no pertenecen al pueblo de la alianza. La última vez hablamos de los pastores de Belén, marginados en la sociedad judía porque se les consideraba «impuros»; hoy nos encontramos con otra categoría, los extranjeros, que llegan inmediatamente para rendir homenaje al Hijo de Dios que ha entrado en la historia con una realeza completamente nueva. Los Evangelios nos dicen claramente que los pobres y los extranjeros están invitados a encontrarse con el Dios hecho niño, el Salvador del mundo.
Los Reyes Magos fueron considerados como representantes tanto de las razas primigenias, engendradas por los tres hijos de Noé, como de los tres continentes conocidos en la antigüedad -Asia, África y Europa-, y de las tres etapas de la vida humana -juventud, madurez y vejez-. Más allá de cualquier interpretación posible, son hombres que no se quedan quietos, sino que, como los grandes llamados de la historia bíblica, sienten la invitación a moverse, a ponerse en camino. Son hombres que saben mirar más allá de sí mismos, saben mirar hacia lo alto.
La atracción por la estrella que apareció en el cielo los pone en marcha hacia la tierra de Judá, hasta Jerusalén, donde se encuentran con el rey Herodes. Su ingenuidad y su confianza al pedir información sobre el recién nacido rey de los judíos chocan con la astucia de Herodes, quien, agitado por el miedo de perder el trono, inmediatamente trata de ver claro, contactando a los escribas y pidiéndoles que investiguen.
De este modo, el poder del gobernante terreno muestra toda su debilidad. Los expertos conocen las Escrituras e informan al rey del lugar donde, según la profecía de Miqueas, nacería el jefe y pastor del pueblo de Israel (Mi 5,1): ¡la pequeña Belén y no la gran Jerusalén! De hecho, como recuerda Pablo a los corintios, «lo que para el mundo es débil, Dios lo ha escogido para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27).
Los escribas saben indicar exactamente dónde ha nacido el Mesías, señalan el camino a los demás, ¡pero ellos mismos no se mueven! De hecho, no basta con conocer los textos proféticos para sintonizar con las frecuencias divinas; hay que dejarse "excavar por dentro" y permitir que la Palabra de Dios reavive el anhelo de búsqueda, encienda el deseo de ver a Dios.
En este punto, Herodes, a escondidas, como actúan los engañadores y los violentos, pregunta a los Magos por el momento preciso de la aparición de la estrella, y los incita a continuar el viaje para luego regresar a darle noticias, a fin de que él también pueda ir a adorar al recién nacido. ¡Para quien está apegado al poder, Jesús no es la esperanza que hay que acoger, sino una amenaza que hay que eliminar!
Cuando los Magos parten, la estrella reaparece y los guía hasta Jesús, señal de que la creación y la palabra profética representan el alfabeto con el que Dios habla y se deja encontrar. La visión de la estrella suscita en aquellos hombres una alegría incontenible, porque el Espíritu Santo, que mueve el corazón de quien busca a Dios con sinceridad, también lo llena de alegría. Al entrar en la casa, los Magos se postran, adoran a Jesús y le ofrecen regalos preciosos, dignos de un rey, dignos de Dios. ¿Por qué? ¿Qué ven? Un antiguo autor escribe: ven «un pequeño cuerpo humilde que el Verbo ha asumido; pero no se les esconde la gloria de la divinidad. Se ve a un niño pequeño; pero ellos adoran a Dios» (Cromacio de Aquileya, Comentario al Evangelio de Mateo 5,1). Los Magos se convierten así en los primeros creyentes entre todos los paganos, imagen de la Iglesia reunida de todas las lenguas y naciones.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos nosotros también de los Magos, de estos «peregrinos de la esperanza» que, con gran valentía, dirigieron sus pasos, sus corazones y sus bienes hacia Aquel que es la esperanza no solo de Israel, sino de todos los pueblos. Aprendamos a adorar a Dios en su pequeñez, en su realeza que no oprime, sino que nos libera y nos hace capaces de servir con dignidad. Y ofrezcámosle los dones más hermosos, para expresarle nuestra fe y nuestro amor.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Contemplemos hoy la belleza de «Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1) en el misterio de su presentación en el Templo.
En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelista Lucas nos muestra la obediencia de María y José a la Ley del Señor y a todas sus prescripciones. En realidad, en Israel no existía la obligación de presentar al niño en el Templo, pero quien vivía en la escucha de la Palabra del Señor y deseaba conformarse a ella, consideraba que era una práctica valiosa. Así lo hizo Ana, la madre del profeta Samuel, que era estéril; Dios escuchó su oración y ella, después de tener un hijo, lo llevó al templo y lo ofreció para siempre al Señor (cf. 1 S 1,24-28).
Lucas narra, pues, el primer acto de culto de Jesús, celebrado en la ciudad santa, Jerusalén, que será la meta de todo su ministerio itinerante a partir del momento en que tome la firme decisión de subir allí (cf. Lc 9,51), yendo al encuentro del cumplimiento de su misión.
María y José no se limitan a insertar a Jesús en una historia de familia, de pueblo, de alianza con el Señor Dios. Se ocupan de su custodia y de su crecimiento, y lo introducen en la atmósfera de fe y culto. Y ellos mismos crecen gradualmente en la comprensión de una vocación que los supera con creces.
En el Templo, que es «casa de oración» (Lc 19,46), el Espíritu Santo habla al corazón de un hombre anciano: Simeón, un miembro del pueblo santo de Dios preparado en la espera y en la esperanza, que alimenta el deseo de que se cumplan las promesas hechas por Dios a Israel por medio de los profetas. Simeón percibe en el Templo la presencia del Ungido del Señor, ve la luz que resplandece en medio de los pueblos sumidos «en tinieblas» (cf. Is 9,1) y va al encuentro de ese niño que, como profetiza Isaías, «nació para nosotros», es el hijo que «nos ha sido dado», el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Simeón abraza a ese niño que, pequeño e indefenso, descansa entre sus brazos; pero es él, en realidad, quien encuentra el consuelo y la plenitud de su existencia abrazándolo. Lo expresa en un cántico lleno de conmovedora gratitud, que en la Iglesia se ha convertido en la oración al final del día:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo
se vaya en paz, según tu palabra,
porque mis ojos han visto tu salvación,
la que has preparado ante todos los pueblos:
luz para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,29-32).
Simeón canta la alegría de quien ha visto, de quien ha reconocido y puede transmitir a otros el encuentro con el Salvador de Israel y de los pueblos. Es testigo del don de la fe, que recibe y comunica a los demás; es testigo de la esperanza que no defrauda; es testigo del amor de Dios, que llena de alegría y de paz el corazón del ser humano. Lleno de este consuelo espiritual, el anciano Simeón ve la muerte no como el final, sino como la realización, como la plenitud, la espera como una «hermana» que no destruye, sino que introduce en la vida verdadera que ya ha pregustado y en la que cree.
En aquel día, Simeón no es el único que ve la salvación hecha carne en el niño Jesús. Lo mismo le sucede a Ana, una mujer de más de ochenta años, viuda, dedicada enteramente al servicio del Templo y consagrada a la oración. Al ver al niño, de hecho, Ana celebra al Dios de Israel, que precisamente en ese pequeño ha redimido a su pueblo, y se lo cuenta a los demás, difundiendo generosamente la palabra profética. El canto de la redención de dos ancianos difunde así el anuncio del Jubileo a todo el pueblo y al mundo. En el Templo de Jerusalén se reaviva la esperanza en los corazones porque en él ha hecho su entrada Cristo, nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, imitemos también nosotros el ejemplo de Simeón y Ana, estos «peregrinos de la esperanza» que tienen ojos límpidos capaces de ver más allá de las apariencias, que saben «olfatear» la presencia de Dios en la pequeñez, que saben acoger con alegría la visita de Dios y volver a encender la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta última catequesis dedicada a la infancia de Jesús, nos inspiramos en la escena en la que, a los doce años, Él se quedó en el Templo sin decírselo a sus padres, quienes lo buscaron ansiosamente y lo encontraron después de tres días. Este relato nos presenta un diálogo muy interesante entre María y Jesús, que nos ayuda a reflexionar sobre el camino de la madre de Jesús, un camino que ciertamente no fue fácil. De hecho, María ha recorrió un itinerario espiritual a lo largo del cual avanzó en la comprensión del misterio de su Hijo.
Pensemos en las diversas etapas de este camino. Al comienzo de su embarazo, María visita a Isabel y se queda con ella durante tres meses, hasta el nacimiento del pequeño Juan. Luego, cuando ya está en el noveno mes, debido al censo, va con José a Belén, donde da a luz a Jesús. Después de cuarenta días van a Jerusalén para la presentación del niño; y luego cada año regresan en peregrinación al Templo. Pero cuando Jesús era aún pequeño, se refugian en Egipto durante mucho tiempo para protegerlo de Herodes, y solamente después de la muerte del rey se establecen de nuevo en Nazaret. Cuando Jesús, ya adulto, comienza su ministerio, María está presente y es protagonista en las bodas de Caná; luego lo sigue «a distancia», hasta el último viaje a Jerusalén, hasta la pasión y la muerte. Después de la Resurrección, María permanece en Jerusalén, como Madre de los discípulos, sosteniendo su fe en espera de la efusión del Espíritu Santo.
En todo este camino, la Virgen es peregrina de esperanza, en el sentido profundo de que se convierte en la «hija de su Hijo», su primera discípula. María trajo al mundo a Jesús, esperanza de la humanidad: lo alimentó, lo hizo crecer, lo siguió dejándose plasmar, la primera, por la Palabra de Dios. En ésta, como dijo Benedicto XVI, María «está verdaderamente en su casa, sale de ella y entra en ella con naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios [...]. Así se revela, además, que sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, que su voluntad es un querer junto con Dios. Al estar íntimamente impregnada de la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada» (Enc. Deus caritas est, 41). Esta singular comunión con la Palabra de Dios no le ahorra, sin embargo, el esfuerzo de un exigente «aprendizaje».
La experiencia de la pérdida de Jesús, que tenía doce años, durante la peregrinación anual a Jerusalén, asusta a María hasta el punto de que se convierte en portavoz de José al reprender a su hijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2,48). María y José sintieron el dolor de los padres que pierden a un hijo: ambos creían que Jesús estaba en la caravana con los familiares, pero al no verlo durante todo un día, comienzan la búsqueda que los llevará a volver atrás. Al regresar al Templo, descubren que Aquel que hasta hacía poco era para ellos un niño al que proteger, ha crecido de repente, y es capaz ya de3 involucrarse en discusiones sobre las Escrituras sosteniendo la comparación con los maestros de la Ley.
Ante el reproche de su madre, Jesús responde con sencillez desarmante: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? (Lc 2,49). María y José no comprenden: el misterio del Dios hecho niño supera su inteligencia. Los padres quieren proteger a ese hijo preciosísimo bajo las alas de su amor; Jesús, en cambio, quiere vivir su vocación de Hijo del Padre que está a su servicio y vive inmerso en su Palabra.
Los relatos de la infancia de Lucas se cierran, así, con las últimas palabras de María, que recuerdan la paternidad de José hacia Jesús, y con las primeras palabras de Jesús, que reconocen cómo esta paternidad tiene su origen en la de su Padre celestial, de quien reconoce el primado indiscutible.
Queridos hermanos y hermanas, como María y José, llenos de esperanza, pongámonos también nosotros en camino tras las huellas del Señor, que no se deja encerrar en nuestros esquemas y se deja encontrar no tanto en un lugar, sino en la respuesta de amor a la tierna paternidad divina, respuesta de amor que es la vida filial.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con esta catequesis comenzamos a contemplar algunos encuentros narrados en los Evangelios, para comprender la forma en que Jesús da esperanza. De hecho, hay encuentros que iluminan la vida y traen esperanza. Puede suceder, por ejemplo, que alguien nos ayude a ver desde una perspectiva diferente una dificultad o un problema que estamos viviendo; o puede suceder que alguien simplemente nos regale una palabra que no nos haga sentir solos en el dolor que estamos atravesando. A veces también puede haber encuentros silenciosos, en los que no se dice nada, y sin embargo esos momentos nos ayudan a retomar el camino.
El primer encuentro en el que me gustaría detenerme es el de Jesús con Nicodemo, narrado en el capítulo 3 del Evangelio de Juan. Empiezo por este episodio porque Nicodemo es un hombre que, con su historia, demuestra que es posible salir de la oscuridad y encontrar la valentía para seguir a Cristo.
Nicodemo va a ver a Jesús de noche: una hora inusual para un encuentro. En el lenguaje de Juan, las referencias temporales a menudo tienen un valor simbólico: aquí la noche es probablemente la que hay en el corazón de Nicodemo. Es un hombre que se encuentra en la oscuridad de las dudas, en esa oscuridad que vivimos cuando ya no entendemos lo que está sucediendo en nuestra vida y no vemos bien el camino a seguir.
Si uno está en la oscuridad, obviamente busca la luz. Y Juan, al comienzo de su Evangelio, escribe así: «Vino a este mundo la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre» (1,9). Nicodemo busca a Jesús porque intuye que Él puede iluminar la oscuridad de su corazón.
Sin embargo, el Evangelio nos cuenta que Nicodemo no logra comprender de inmediato lo que Jesús le dice. Y así vemos que hay muchos malentendidos en este diálogo, y también mucha ironía, que es una característica del evangelista Juan. Nicodemo no entiende lo que Jesús le dice porque sigue pensando con su lógica y sus categorías. Es un hombre con una personalidad bien definida, tiene un papel público, es uno de los jefes de los judíos. Pero probablemente las cuentas ya no le salen. Nicodemo siente que algo ya no funciona en su vida. Siente la necesidad de cambiar, pero no sabe por dónde empezar.
En algunos momentos de la vida esto nos sucede a todos. Si no aceptamos cambiar, si nos encerramos en nuestra rigidez, en nuestras costumbres o en nuestras formas de pensar, corremos el riesgo de morir. La vida radica en la capacidad de cambiar para encontrar una nueva forma de amar. De hecho, Jesús habla a Nicodemo de un nuevo nacimiento, que no solo es posible, sino incluso necesario en algunos momentos de nuestro camino. A decir verdad, la expresión utilizada en el texto ya es ambivalente en sí misma, porque an?then (??????) puede traducirse tanto como «desde arriba» como «de nuevo». Poco a poco, Nicodemo comprenderá que estos dos significados van juntos: si dejamos que el Espíritu Santo genere en nosotros una nueva vida, volveremos a nacer. Recuperaremos esa vida que quizás se estaba apagando en nosotros.
He elegido empezar por Nicodemo también porque es un hombre que, con su propia vida, demuestra que este cambio es posible. Nicodemo lo conseguirá: ¡al final estará entre los que van a Pilato a pedir el cuerpo de Jesús (cf. Jn 19,39)! Nicodemo ha salido a la luz por fin, ha renacido y ya no necesita estar en la noche.
Los cambios a veces nos asustan. Por un lado, nos atraen, a veces los deseamos, pero por otro preferiríamos quedarnos en nuestras comodidades. Por eso el Espíritu nos anima a afrontar estos miedos. Jesús le recuerda a Nicodemo- que es un maestro en Israel- que también los israelitas tuvieron miedo mientras caminaban por el desierto. Y se fijaron tanto en sus preocupaciones que en un momento dado esos miedos tomaron la forma de serpientes venenosas (cf. Nm 21,4-9). Para ser liberados, debían mirar la serpiente de bronce que Moisés había colocado en una vara, es decir, debían levantar la vista y estar frente al objeto que representaba sus miedos. Solo mirando de frente a lo que nos da miedo, podemos empezar a ser liberados.
Nicodemo, como todos nosotros, podrá mirar al Crucificado, Aquel que venció la muerte, la raíz de todos nuestros miedos. Levantemos también nosotros la mirada hacia Aquel a quien traspasaron, dejemos que Jesús también se encuentre con nosotros. En Él encontramos la esperanza para afrontar los cambios de nuestra vida y renacer.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber meditado sobre el encuentro de Jesús con Nicodemo, quien había ido a buscar a Jesús, hoy reflexionamos sobre aquellos momentos en los que parece que Él nos estaba esperando justo allí, en esa encrucijada de nuestro camino. Son encuentros que nos sorprenden, y al principio tal vez sentimos un poco de desconfianza: tratamos de ser prudentes y entender lo que está sucediendo.
Esta probablemente fue también la experiencia de la mujer samaritana, de la que se habla en el capítulo cuarto del Evangelio de Juan (cf. 4,5-26). Ella no esperaba encontrar a un hombre en el pozo al mediodía, sino que esperaba no encontrar a nadie. De hecho, va a buscar agua al pozo a una hora inusual, cuando hace mucho calor. Quizá esta mujer se avergüenza de su vida, quizá se ha sentido juzgada, condenada, incomprendida, y por eso se ha aislado, ha roto las relaciones con todos.
Para ir a Galilea desde Judea, Jesús podría haber elegido otro camino y no atravesar Samaria. Habría sido incluso más seguro, dadas las tensas relaciones entre judíos y samaritanos. En cambio, ¡Él quiere pasar por allí y se detiene en ese pozo justo a esa hora! Jesús nos espera y hace que lo encontremos justo cuando pensamos que ya no hay esperanza para nosotros. El pozo, en el antiguo Oriente Medio, es un lugar de encuentro, donde a veces se conciertan matrimonios, es un lugar de compromiso. Jesús quiere ayudar a esta mujer a comprender dónde buscar la verdadera respuesta a su deseo de ser amada.
El tema del deseo es fundamental para entender este encuentro. Jesús es el primero en expresar su deseo: «¡Dame de beber!» (v. 10). Con tal de entablar un diálogo, Jesús se muestra débil, así hace que la otra persona se sienta cómoda, hace que no se asuste. La sed es a menudo, también en la Biblia, la imagen del deseo. Pero Jesús aquí tiene sed ante todo de la salvación de esa mujer. «El que pedía de beber —dice San Agustín— tenía sed de la fe de esta mujer».[1]
Si Nicodemo había ido a Jesús de noche, aquí Jesús se encuentra con la samaritana al mediodía, el momento en que hay más luz. De hecho, es un momento de revelación. Jesús se da a conocer ante ella como el Mesías y, además, arroja luz sobre su vida. La ayuda a releer de una manera nueva su historia, que es complicada y dolorosa: ha tenido cinco maridos y ahora está con un sexto que no es su marido. El número seis no es casual, sino que suele indicar imperfección. Quizá sea una alusión al séptimo esposo, el que finalmente podrá saciar el deseo de esta mujer de ser amada de verdad. Y ese esposo solo puede ser Jesús.
Cuando se da cuenta de que Jesús conoce su vida, la mujer cambia el tema a la cuestión religiosa que dividía a judíos y samaritanos. Esto nos pasa a veces también a nosotros cuando rezamos: en el momento en que Dios toca nuestra vida con sus problemas, a veces nos perdemos en reflexiones que nos dan la ilusión de una oración bien hecha. En realidad, hemos levantado barreras de protección. Pero el Señor es siempre más grande, y a aquella mujer samaritana, a la que según los esquemas culturales ni siquiera debería haberle dirigido la palabra, le regala la revelación más alta: le habla del Padre, que debe ser adorado en espíritu y en verdad. Y cuando ella, sorprendida una vez más, observa que es mejor esperar al Mesías para estas cosas, Él le dice: «Soy yo, el que habla contigo» (v. 26). Es como una declaración de amor: Aquel a quien esperas soy yo; Aquel que puede responder finalmente a tu deseo de ser amada.
En ese momento, la mujer corre a llamar a la gente del pueblo, porque es precisamente de la experiencia de sentirse amada de donde surge la misión. ¿Y qué anuncio podría haber llevado sino su experiencia de ser comprendida, acogida, perdonada? Es una imagen que debería hacernos reflexionar sobre nuestra búsqueda de nuevas formas de evangelizar.
Como una persona enamorada, la samaritana olvida su ánfora a los pies de Jesús. El peso de esa ánfora sobre su cabeza, cada vez que volvía a casa, le recordaba su condición, su vida atribulada. Pero ahora el ánfora está depositada a los pies de Jesús. El pasado ya no es una carga; ella está reconciliada. Y lo mismo nos pasa a nosotros: para ir a anunciar el Evangelio, primero tenemos que dejar la carga de nuestra historia a los pies del Señor, entregarle la carga de nuestro pasado. Solo las personas reconciliadas pueden llevar el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, ¡no perdamos la esperanza! Aunque nuestra historia nos parezca pesada, complicada, tal vez incluso destrozada, siempre tenemos la posibilidad de entregarla a Dios y comenzar de nuevo nuestro camino. ¡Dios es misericordia y siempre nos espera!
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[1] Homilía 15,11.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy seguiremos contemplando los encuentros de Jesús con algunos personajes del Evangelio. Esta vez me gustaría detenerme en la figura de Zaqueo: un episodio que me es particularmente querido, porque ocupa un lugar especial en mi camino espiritual.
El Evangelio de Lucas nos presenta a Zaqueo como alguien que parece irremediablemente perdido. Quizá nosotros también nos sentimos así a veces: sin esperanza. Zaqueo, en cambio, descubrirá que el Señor ya lo estaba buscando.
Jesús, de hecho, bajó a Jericó, una ciudad situada por debajo del nivel del mar, considerada una imagen de los infiernos, donde Jesús quiere ir a buscar a aquellos que se sienten perdidos. Y, en realidad, el Señor Resucitado sigue descendiendo a los infiernos de hoy, a los lugares de guerra, al dolor de los inocentes, al corazón de las madres que ven morir a sus hijos, al hambre de los pobres.
Zaqueo, en cierto sentido, se ha perdido, tal vez tomó decisiones equivocadas o tal vez la vida lo puso en situaciones de las que le cuesta salir. De hecho, Lucas insiste en describir las características de este hombre: no solo es publicano, es decir, uno que recauda impuestos de sus conciudadanos para los invasores romanos, sino que es incluso el jefe de los publicanos, lo cual es como decir que su pecado se multiplica.
Lucas añade además que Zaqueo es rico, dando a entender que se ha enriquecido a costa de los demás, abusando de su posición. Pero todo esto tiene consecuencias: Zaqueo probablemente se siente excluido, despreciado por todos.
Cuando se entera de que Jesús está atravesando la ciudad, Zaqueo siente el deseo de verlo. No se atreve a imaginar un encuentro, le bastaría con mirarlo desde lejos. Sin embargo, nuestros deseos también encuentran obstáculos y no se hacen realidad automáticamente: ¡Zaqueo es de baja estatura! Es nuestra realidad, tenemos límites con los que debemos lidiar. Y luego están los demás, que a veces no nos ayudan: la multitud impide que Zaqueo vea a Jesús. Quizás sea también un poco su revancha.
Pero cuando se tiene un deseo fuerte, no se desanima. Se encuentra una solución. Pero hay que tener valor y no avergonzarse, se necesita un poco de la sencillez de los niños y no preocuparse demasiado por la propia imagen. Zaqueo, como un niño, se sube a un árbol. Debía ser un buen punto de observación, sobre todo para mirar sin ser visto, escondiéndose detrás del follaje.
Pero con el Señor siempre ocurre lo inesperado: Jesús, cuando llega allí cerca, alza la mirada. Zaqueo se siente descubierto y probablemente espera un reproche público. La gente tal vez lo habrá esperado, pero se sentirá decepcionada: Jesús le pide a Zaqueo que baje inmediatamente, casi maravillándose de verlo en el árbol, y le dice: «¡Hoy tengo tengo que alojarme en tu casa!» (Lc 19,5). Dios no puede pasar sin buscar al que está perdido.
Lucas destaca la alegría del corazón de Zaqueo. Es la alegría de quien se siente mirado, reconocido y, sobre todo, perdonado. La mirada de Jesús no es una mirada de reproche, sino de misericordia. Es esa misericordia que a veces nos cuesta aceptar, sobre todo cuando Dios perdona a quienes, en nuestra opinión, no se lo merecen. Murmuramos porque nos gustaría poner límites al amor de Dios.
En la escena en casa, Zaqueo, después de escuchar las palabras de perdón de Jesús, se levanta, como si resucitara de su condición de muerte. Y se levanta para tomar un compromiso: devolver el cuádruple de lo que ha robado. No se trata de un precio a pagar, porque el perdón de Dios es gratuito, sino del deseo de imitar a Aquel por quien se ha sentido amado. Zaqueo asume un compromiso al que no estaba obligado, pero lo hace porque entiende que esa es su forma de amar. Y lo hace combinando la legislación romana sobre el robo y la ley rabínica sobre la penitencia. Zaqueo entonces no es solo el hombre del deseo, es también alguien que sabe dar pasos concretos. Su propósito no es genérico o abstracto, sino que parte precisamente de su historia: ha mirado su vida y ha identificado el punto desde el que iniciar su cambio.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de Zaqueo a no perder la esperanza, incluso cuando nos sentimos marginados o incapaces de cambiar. Cultivemos nuestro deseo de ver a Jesús y, sobre todo, dejemos que nos encuentre la misericordia de Dios, que siempre viene a buscarnos, en cualquier situación en la que nos hayamos perdido.
Queridos hermanos y hermanas,
hoy nos detenemos en otro de los encuentros de Jesús narrados en los Evangelios. Esta vez, sin embargo, la persona que encuentra no tiene nombre. El evangelista Marcos la presenta simplemente como «un hombre» (10,17). Se trata de un hombre que desde joven ha observado los mandamientos, pero que, a pesar de ello, aún no ha encontrado el sentido de su vida. Lo está buscando. Quizá es alguien que no se ha decidido del todo, a pesar de parecer una persona comprometida. De hecho, más allá de las cosas que hacemos, de los sacrificios o de los éxitos, lo que realmente importa para ser feliz es lo que llevamos en el corazón. Si un barco debe zarpar y dejar el puerto para navegar en alta mar, aunque sea un barco maravilloso, con una tripulación excepcional, si no leva los lastres y las anclas que lo mantienen sujeto, nunca podrá partir. Este hombre se construyó un barco de lujo, ¡pero se quedó en el puerto!
Mientras Jesús va por el camino, este hombre corre a su encuentro, se arrodilla ante Él y le pregunta: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (v. 17). Observemos los verbos: «¿Qué debo hacer para tener en herencia la vida eterna?». Como la observancia de la ley no le ha dado la felicidad y la seguridad de ser salvado, se dirige al maestro Jesús. Lo que llama la atención es que este hombre no conoce el vocabulario de la gratuidad. Todo parece debido. Todo es una obligación. La vida eterna es para él una herencia, algo que se obtiene por derecho, a través de una meticulosa observancia de los compromisos. Pero en una vida vivida así, aunque ciertamente a fin de bien, ¿qué espacio puede tener el amor?
Como siempre, Jesús va más allá de las apariencias. Si por un lado este hombre pone ante Jesús su buen currículum, Jesús va más allá y mira en su interior. El verbo que usa Marcos es muy significativo: «lo miró con amor» (v. 21). Precisamente porque Jesús mira en el interior de cada uno de nosotros, nos ama tal como somos realmente. ¿Qué habrá visto, de hecho, en el interior de esta persona? ¿Qué ve Jesús cuando mira en nuestro interior y nos ama, a pesar de nuestras distracciones y nuestros pecados? Ve nuestra fragilidad, pero también nuestro deseo de ser amados tal como somos.
Mirándolo en su interior – dice el Evangelio – «lo miró con amor» (v. 21). Jesús ama este hombre antes de haberle dirigido la invitación a seguirlo. Lo ama tal como es. El amor de Jesús es gratuito: exactamente lo contrario de la lógica del mérito que atormentaba a esta persona. Somos realmente felices cuando nos damos cuenta de que somos amados así, gratuitamente, por gracia. Y esto también vale en las relaciones entre nosotros: mientras intentemos comprar el amor o mendigar afecto, esas relaciones nunca harán que nos sintamos felices.
La propuesta que Jesús le hace a este hombre es cambiar su forma de vivir y de relacionarse con Dios. Jesús reconoce que, dentro de él, como en todos nosotros, hay algo que falta. Es el deseo que llevamos en el corazón de ser queridos. Hay una herida que nos pertenece como seres humanos, la herida a través de la cual puede pasar el amor.
Para llenar este vacío no hay que «comprar» reconocimiento, afecto, consideración; en cambio, hay que «vender» todo lo que nos pesa, para liberar nuestro corazón. No sirve de nada seguir quedándonos con las cosas, sino más bien dar a los pobres, poner a disposición, compartir. compartir.
Finalmente, Jesús invita a este hombre a no quedarse solo. Lo invita a seguirlo, a estar dentro de un vínculo, a vivir una relación. Solo así, de hecho, será posible salir del anonimato. Podemos escuchar nuestro nombre solo dentro de una relación, en la que alguien nos llama. Si nos quedamos solos, nunca oiremos pronunciar nuestro nombre y seguiremos siendo «alguien», anónimos. Quizá hoy, precisamente porque vivimos en una cultura de autosuficiencia e individualismo, nos descubrimos más infelices, porque ya no oímos pronunciar nuestro nombre por alguien que nos quiere gratuitamente.
Este hombre no acoge la invitación de Jesús y se queda solo, porque los lastres de su vida lo retienen en el puerto. La tristeza es la señal de que no ha logrado partir. A veces pensamos que son riquezas y, en cambio, son solo pesos que nos están bloqueando. La esperanza es que esta persona, como cada uno de nosotros, tarde o temprano pueda cambiar y decidir ir a alta mar.
Hermanas y hermanos, encomendemos al Corazón de Jesús a todas las personas tristes e indecisas, para que puedan sentir la mirada de amor del Señor, que se conmueve al mirar con ternura dentro de nosotros.
Queridos hermanos y hermanas:
después de haber meditado sobre los encuentros de Jesús con algunos personajes del Evangelio, quisiera detenerme, a partir de esta catequesis, en algunas parábolas. Como sabemos, son narraciones que retoman imágenes y situaciones de la realidad cotidiana. Por eso tocan también nuestra vida. Nos provocan. Y nos piden que tomemos posición: ¿dónde estoy yo en esta narración?
Partamos de la parábola más famosa, aquella que todos recordamos tal vez desde que éramos pequeños: la parábola del padre y los dos hijos (Lc 15,1-3.11-32). En ella encontramos el corazón del Evangelio de Jesús, es decir, la misericordia de Dios.
El evangelista Lucas dice que Jesús cuenta esta parábola para los fariseos y los escribas, que murmuraban porque Él comía con los pecadores. Por eso se podría decir que es una parábola dirigida a aquellos que se han perdido, pero no lo saben y juzgan a los demás.
El Evangelio quiere entregarnos un mensaje de esperanza, porque nos dice que sea cual sea el lugar en el que nos hayamos perdido, sea cual sea el modo en el que nos hayamos perdido, ¡Dios viene siempre a buscarnos! Quizá nos hemos perdido como una oveja que se sale del camino para pastar la hierba, o se queda atrás por cansancio (cf. Lc 15,4-7). O acaso nos hemos perdido como una moneda que se cayó al suelo y ya no se encuentra, o bien alguien la puso en algún sitio y no recuerda dónde. O nos hemos perdido como los dos hijos de este padre: el más joven, porque se cansó de estar en una relación que sentía demasiado exigente; pero también el mayor se perdió, porque no basta con quedarse en casa si en el corazón hay orgullo y rencor.
El amor es siempre un compromiso, siempre hay algo que debemos perder para ir al encuentro del otro. Pero el hijo menor de la parábola solo piensa en sí mismo, como ocurre en ciertas etapas de la infancia y de la adolescencia. En realidad, vemos a muchos adultos así a nuestro alrededor, que no consiguen mantener una relación porque son egoístas. Se engañan pensando que pueden encontrarse a sí mismos y, en cambio, se pierden, porque solo cuando vivimos para alguien vivimos de verdad.
Este hijo menor, como todos nosotros, tiene hambre de afecto, quiere que le quieran. Pero el amor es un don precioso, hay que tratarlo con cuidado. Él, en cambio, lo desperdicia, se malvende, no se respeta a sí mismo. Se da cuenta de ello en tiempos de escasez, cuando nadie se preocupa por él. El riesgo es que en esos momentos empecemos a mendigar afecto y nos aferremos al primer amo que se nos presenta.
Son estas experiencias las que hacen nacer en nuestro interior la convicción distorsionada de que solo podemos estar en una relación como sirvientes, como si tuviéramos que expiar una culpa o como si no pudiera existir el amor verdadero. De hecho, cuando el hijo menor toca fondo, piensa en volver a casa de su padre para recoger del suelo alguna migaja de afecto.
Solo quien nos quiere de verdad puede liberarnos de esta visión falsa del amor. En la relación con Dios vivimos precisamente esta experiencia. El gran pintor Rembrandt, en una famosa pintura, representó de manera maravillosa el regreso del hijo pródigo. Me llaman la atención, sobre todo, dos detalles: el joven tiene la cabeza rapada, como la de un penitente, pero también parece la cabeza de un niño, porque ese hijo está renaciendo. Y luego, las manos del padre: una masculina y otra femenina, para describir la fuerza y la ternura en el abrazo del perdón.
Pero es el hijo mayor el que representa a aquellos para quienes se cuenta la parábola: es el hijo que siempre se ha quedado en casa con el padre, y, sin embargo, estaba lejos de él, lejos con el corazón. Este hijo tal vez también hubiera querido irse, pero por miedo o por obligación se quedó allí, en esa relación. Sin embargo, cuando nos adaptamos en contra de nuestra voluntad, empezamos a acumular ira en nuestro interior y, tarde o temprano, esta ira estalla. Paradójicamente, al final es precisamente el hijo mayor el que corre el riesgo de quedarse fuera de casa, porque no comparte la alegría de su padre.
El padre también sale a su encuentro. No lo regaña ni lo llama al deber. Solo quiere que sienta su amor. Lo invita a entrar y deja la puerta abierta. Esa puerta permanece abierta también para nosotros. De hecho, este es el motivo de la esperanza: podemos tener esperanza porque sabemos que el Padre nos espera, nos ve desde lejos y siempre deja la puerta abierta.
Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos entonces dónde estamos nosotros en este maravilloso relato. Y pidámosle a Dios Padre la gracia de poder encontrar nosotros también el camino para volver a casa.