Dirijo un cordial saludo a los señores cardenales presentes, en particular al cardenal vicario, a los obispos auxiliares y a todos los obispos, a los queridos sacerdotes —párrocos, vicarios y todos aquellos que, con diversos títulos, cooperan en el cuidado pastoral de nuestras comunidades—; así como a los diáconos, a los religiosos y religiosas, a las autoridades y a todos vosotros, queridos fieles.
La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, arraigada en el testimonio de Pedro, Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, bien indicada por lo que está escrito en la fachada de esta Catedral: ser Mater omnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias.
El Papa Francisco nos ha invitado a menudo a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (cf. Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13 de enero de 2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disponibilidad al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no solo socorrer, sino a menudo prevenir las necesidades y las expectativas, incluso antes de que sean expresadas. Son rasgos que deseamos que crezcan en todo el pueblo de Dios, también aquí, en nuestra gran familia diocesana: en los fieles, en los pastores, en mí el primero. Las lecturas que hemos escuchado nos pueden ayudar a reflexionar sobre ellos.
En los Hechos de los Apóstoles (cf. 15,1-2.22-29), en particular, se narra cómo la comunidad de los orígenes afrontó el reto de la apertura al mundo pagano en el anuncio del Evangelio. No fue un proceso fácil: requirió mucha paciencia y escucha recíproca; esto ocurrió ante todo dentro de la comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando —también discutiendo— llegaron a definir juntos la cuestión. Pero luego Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta: buscaron la comunión con la Iglesia madre y acudieron a ella con humildad.
Allí encontraron a Pedro y a los Apóstoles dispuestos a escucharlos. Así se entabló el diálogo que finalmente llevó a la decisión correcta: reconociendo y considerando el esfuerzo de los neófitos, se acordó no imponerles cargas excesivas, sino limitarse a pedirles lo esencial (cf. Hch 15,28-29). Así, lo que podía parecer un problema se convirtió para todos en una ocasión para reflexionar y crecer.
Sin embargo, el texto bíblico nos dice más, yendo más allá de la rica e interesante dinámica humana del acontecimiento.
Nos lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, por carta, a los de Antioquía, comunicándoles las decisiones tomadas. Escriben: «Nos ha parecido bien [...] al Espíritu Santo y a nosotros» (cf. Hch 15,28). Subrayan, es decir, que en toda la historia, la escucha más importante, la que ha hecho posible todo lo demás, ha sido la de la voz de Dios. Nos recuerdan así que la comunión se construye ante todo «de rodillas», en la oración y en un compromiso continuo de conversión. Solo en esta tensión, en efecto, cada uno puede sentir en sí mismo la voz del Espíritu que clama: «¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6) y, en consecuencia, escuchar y comprender a los demás como hermanos.
También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14,23-29), diciéndonos que en las opciones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, «enseñándonos» y «recordándonos» todo lo que Jesús nos ha dicho (cf. Jn 14,26).
En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor imprimiéndolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley escrita ya no en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jer 31,33); un don que nos ayuda a crecer hasta convertirnos en «letra de Cristo» (cf. 2 Cor 3,3) los unos para los otros. Y así es: cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por el Evangelio, tanto más capaces somos de anunciarlo, permitiendo que el poder del Espíritu nos purifique en lo más íntimo, que haga sencillas nuestras palabras, honestos y limpios nuestros deseos, generosas nuestras acciones.
Y aquí entra en juego el otro verbo: «recordar», es decir, volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en su significado y saborear su belleza.
Pienso, a este respecto, en el camino exigente que la diócesis de Roma está recorriendo en estos años, articulado en varios niveles de escucha: hacia el mundo circundante, para acoger sus desafíos, y dentro de las comunidades, para comprender las necesidades y promover iniciativas sabias y proféticas de evangelización y caridad. Es un camino difícil, aún en curso, que trata de abarcar una realidad muy rica, pero también muy compleja. Sin embargo, es digno de la historia de esta Iglesia, que tantas veces ha demostrado saber pensar «en grande», entregándose sin reservas a proyectos valientes y poniéndose en juego incluso ante escenarios nuevos y exigentes.
Prueba de ello es el gran trabajo que toda la diócesis está realizando estos días para el Jubileo, en la acogida y el cuidado de los peregrinos y en innumerables iniciativas. Gracias a tantos esfuerzos, la ciudad se presenta a quienes llegan, a veces desde muy lejos, como una gran casa abierta y acogedora y, sobre todo, como un hogar de fe.
Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en esta obra tan vasta, poniéndome, en la medida de mis posibilidades, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: «cristiano con vosotros y obispo para vosotros», como decía san Agustín (cf. Discurso 340, 1). Os pido que me ayudéis a hacerlo en un esfuerzo común de oración y caridad, recordando las palabras de San León Magno: «Todo el bien que hacemos en el ejercicio de nuestro ministerio es obra de Cristo; y no nuestra, que nada podemos sin él, pero nos gloriamos en él, de quien proviene toda la eficacia de nuestro obrar» (Serm. 5, de natali ipsius, 4).
A estas palabras quisiera añadir, para concluir, las del Beato Juan Pablo I, que el 23 de septiembre de 1978, con el rostro radiante y sereno que ya le había valido el apelativo de «Papa del sonrisa», saludaba así a su nueva familia diocesana: «San Pío X —decía—, al entrar como patriarca en Venecia, exclamó en San Marcos: «¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amara?». Yo digo a los romanos algo semejante: puedo aseguraros que os amo, que solo deseo entrar a vuestro servicio y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, el poco que tengo y que soy» (Homilía con motivo de la toma de posesión de la Cátedra Romana, 23 de septiembre de 1978).
Yo también os expreso todo mi afecto, con el deseo de compartir con vosotros, en el camino común, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Yo también os ofrezco «lo poco que tengo y lo que soy», y lo encomiendo a la intercesión de los santos Pedro y Pablo y de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y las calles de esta ciudad. Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.
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Palabras del Papa León XIV pronunciadas desde la Logia central de la Basílica Lateranense para la bendición a la ciudad de Roma al término de la celebración eucarística.
¡La paz esté con vosotros!
Queridos hermanos y hermanas, comunidad de Roma, me alegra mucho estar aquí con vosotros esta noche, en este acto litúrgico, en el que hemos celebrado mi toma de posesión como vuestro nuevo Obispo de Roma. ¡Gracias a todos vosotros!
Vivir nuestra fe, especialmente durante este Año Jubilar, buscando la esperanza; pero tratando de ser nosotros mismos testimonio que ofrece esperanza al mundo. ¡Un mundo que sufre tanto, tanto dolor, por las guerras, la violencia, la pobreza! Pero a nosotros, cristianos, el Señor nos pide que seamos siempre este testimonio vivo. Vivir nuestra fe, sentir en nuestro corazón que Jesucristo está presente y saber que Él nos acompaña siempre en nuestro camino.
¡Gracias por caminar juntos! ¡Caminemos todos juntos! Contad siempre conmigo, que con vosotros soy cristiano y para vosotros obispo. ¡Gracias a todos!
[Bendición]
¡Buenas noches a todos! Vivamos con esta alegría, siempre. Gracias.