A medida que la Iglesia fue tomando mayor conciencia del profundísimo significado de la Eucaristía, fueron surgiendo nuevos gestos y formas de relacionarse con este sacramento. Así como fue desarrollándose el culto eucarístico fuera de la misa, también fue desplegándose un cuidado mayor por la sacralidad de estas Formas.
Aunque teológicamente haya sido siempre cierto, recién en el siglo XIII surge un poema como el «Adorote devote» de santo Tomás, que afirma:
«Señor Jesús, Pelícano bueno,
límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre,
de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.»
El reconocimeinto de la extrema sacralidad eucarística trajo aparejado cierto "alejamiento" del hombre -que toma conciencia de su inanidad-, que se manifiesta en criterios más y más rigurosos desde el punto de vista moral para acceder a la comunión, pero también sagrarios más suntuosos para albergar las sagradas Formas, y como no, un profundo temor religioso a que, sin pretenderlo, se agraviara a Jesús Eucarístico al manipularlo inadecuadamente. Parte de este crecimiento de la conciencia fue el dejar de distribuir la Sangre, por miedo a que se derramara.
La justificación teológica es clara: no es necesario, puesto que todo Cristo ("cuerpo, sangre, alma y divinidad") está realmente presente en cualquier partícula de cada una de las dos especies. El Concilio de Trento, en el siglo XVI, sancionó esta práctica y le dio estatus legislativo y dogmático: «Si alguno negare, que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene todo Cristo en cada una de las especies, y divididas estas, en cada una de las partículas de cualquiera de las dos especies; sea excomulgado.» (Sesión XIII, Can. III).
Ahora bien, al mismo tiempo que con esta práctica religiosa y teológica se iba penetrando mejor en el significado profundo del sacramento, también se iba perdiendo de vista la dimensión de signo, que es una dimensión fundamental de todo sacramento. No en vano Cristo instituyó la Eucaristía utilizando dos signos y no uno solo.
Precisamente en razón del signo, el Concilio Vaticano II quiso abrir las puertas a la recepción de las dos especies: «Manteniendo firmes los principios dogmáticos declarados por el Concilio de Trento, la comunión bajo ambas especies puede concederse en los casos que la Sede Apostólica determine, tanto a los clérigos y religiosos como a los laicos, a juicio de los Obispos, como, por ejemplo, a los ordenados, en la Misa de su sagrada ordenación; a los profesos, en la Misa de su profesión religiosa; a los neófitos, en la Misa que sigue al bautismo.» (Sacrosanctum Concilium, nº 55).
Siguen existiendo los mismos inconvenientes prácticos, pero la realidad es que no hay una limitación dogmática a la posibilidad de dar la comunión bajo las dos especies a los laicos, y de hecho se aconseja hacerlo en fechas como la fiesta del Corpus, u ocasiones en donde el signo puede tener una relevancia especial. No obstante, rigen algunas normas importantes en esta materia, que pueden leerse en la Instrucción «Redemptionis Sacramentum» (Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, año 2004), en los números 100 a 107.